jueves, 18 de febrero de 2010

EN LA TARDE DEL INVIERNO

En la tarde del invierno
no se abrieron los gladiolos
y los árboles del parque
se sintieron aún más solos.

Una brisa de nordeste
a las hojas acunaba
dulcemente las mecía
y con mimo las besaba.

Una música en el aire
deja el grifo de la fuente,
con sonido plañidero
que se funde entre la gente.

Juegan niños en la plaza
con sapiencia y maestría,
y unos ojos los observan
admirando su osadía.

Porque el niño siempre es niño
cuando estudia y cuando juega,
cuando corre y cuando salta,
cuando marcha y cuando llega.

Y así entona las jornadas
y se aplica a las lecciones
con paciencia y codo a codo
entre risas y canciones.

Seis por seis son treinta y seis,
mil por mil es un millón,
con respeto lo pronuncian
y también con devoción.

De repente suena un trueno
cae la lluvia inoportuna,
todo queda en el silencio
desde el aula a la laguna.

El maestro se detiene
con su libro y su repaso,
mira afuera hacia la calle,
a las nubes y al ocaso.

Quizás piensa en otra escuela,
con maestra y con amores,
con los ojos tan alegres
que sacaron sus rubores.

Pero siempre queda el cáliz
y la copa con los vinos,
ese ron de las tabernas
con recuerdos de marinos.

Canta el gallo en lontanaza
ese canto epistolar,
sueña el niño con las olas
y el marino con el mar.

En la tarde del invierno
se cruzaron dos palomas,
una blanca y otra negra,
entre puntos y entre comas.

Y los niños insolentes
convirtieron en muñeco,
aquel acto tan sencillo
que volvía con el eco.

Vuelve el eco hasta las almas,
las confunde en ese cruce,
pero tierno, con sus notas,
hasta llora y las seduce.

Rafael Sánchez Ortega ©
18/02/10

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